Oigo
los primeros compases de La
Primavera de
Vivaldi en aquella grabación mítica del sello Das Alte Werk de
1977, con Alice Hoffelner al violín solista y el conde Nikolaus
Harnoncourt al violonchelo y la dirección; realmente hay un intento
de reproducir el contrapunto de los desordenados pájaros de un campo
primaveral, y los contrastes de intensidad, exagerados hasta el
paroxismo (rasgo característico en la dirección y el brío de
Harnoncourt), muestran una obra viva oscurecida por un virtuosismo
pobremente romantiquero en aquel momento, y revelan una revolución
comenzada dos décadas antes de este registro, cuando Nikolaus y
Alice, matrimonio, decidieron fundar junto a otros músicos de la
Sinfónica de Viena el Concentus Musicus Wien para recuperar la
tradición interpretativa negada por el academicismo desde la segunda
mitad del XIX.
Aquella
revolución de entonces hoy es la norma, ya ningún músico serio
(salvo en los antediluvianos conservatorios españoles) se atrevería
con el repertorio anterior al siglo XIX (e incluso éste) sin tener
en cuenta los instrumentos o las técnicas de cada época; entonces
se recurría a la broma fácil del olor a sudor, a sebo por las velas
o a fiambre por los bocadillos como necesarios para hacer más
auténtica la representación musical de aquellos jóvenes que mueren
hoy, hace poco Gustav Leonhardt y este pasado fin de semana
Harnoncourt. Salvo la anécdota o la especulación musical
consciente, por ejemplo cuando uno toca a Bach con un piano, salvo la
nostalgia histórica de un Oistrakh, Milstein o Menuhin, los
aficionados actuales a la música renacentista o barroca oyen
reconstrucciones de Monteverdi, Telemann, Haendel, Vivaldi, Purcell o
Bach que van acompañadas de investigaciones en la bibliografía
interpretativa de los teóricos coetáneos, o, como en la buena
filología, la vuelta a las partituras originales sin los aditamentos
y supresiones de críticos poco escrupulosos o desconocedores de la
música en su contexto.
Fueron
muchos, desde la pionera Wanda Landowska al clave (inspiración de
Falla para su concierto) al gambista August Wenzinger o el
contratenor Alfred Deller, los ya citados arriba con Frans Brüggen,
y sus herederos Herreweghe, Christie, Pérès, Van Asperen, nuestro
gran Jordi Savall o el enciclopédico John Eliot Gardiner, sus nietos
Fabio Biondi o Andrew Manze o López Banzo y tantos que nos han
otorgado momentos de delirio estético redescubriendo unas obras que
yacían muertas o infrainterpretadas para una élite que seguía
identificando la música clásica como un acto social, un poco como
ocurre hoy con la ópera.
Recuerdo
allá en los albores del CD, los comentarios de alguien en RNE2
Clásica (labor pública insustituible) haciendo una comparativa de
este Vivaldi redivivo con los soporíferos virtuosos que lo usaban
para lucirse; busqué a ese Harnoncourt enseguida y aluciné, y
después sus conciertos para violín de Bach, porque, como siempre se
habla de él pero Alice es una instrumentista mucho mejor que su
marido, sus movimientos lentos de Bach son de una intensidad
incomparable; no digamos el monumento histórico que supuso la
grabación de los casi dos centenares de cantatas religiosas de Bach
junto a Leonhardt (reconozco que me gustan más las grabadas por
éste, de quien tenemos una huella en Huelva con la clavecinista
María Silvera Toscano) o la Matthäus-Passion
reveladora de 1970, con voces de niños y sólo hombres, y yo
disfruto mucho con su Haydn, Beethoven o Schubert con la
Concertgebouw y sus instrumentos modernos, tocados al estilo
antiguo...
En
un país donde la mayor parte de la población desprecia la música
de tradición culta como solaz de "freaks", no sé muy bien
para quiénes escribo pero quería dejar constancia de nuestra deuda
con todos estos resucitadores de la música previa a la orquesta
romántica, la vida no es igual sin ella; no se la pierdan, tomen
nota y busquen. Brüggen, Leonhardt y Harnoncourt han muerto, ¡viva
la música!
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