En mi juventud viajé por Barghawata,
país en el Norte de África hoy desaparecido. Recuerdo intensamente
un raro fenómeno de histeria colectiva vinculado a los rituales
mediterráneos de fecundidad, fin de la siembra, una enorme orgía
controlada por la casta yunusita; se consumía cannabis de muchas
formas diferentes para la exaltación de un pequeño olivo
antiquísimo sacado en volandas por una multitud de jóvenes que
rechazaba agresivamente a todo foráneo. La rígida moral cotidiana
se aliviaba, y puedo dar fe.
Íbamos en peregrinación hacia la
aldea de Azemmour, a unos cincuenta kilómetros de la capital, en
mitad de una reserva natural que la ONU regaba con millones de
dolares a mayor gloria de los gobernantes. País desarrollado para su
época, gustaba de atravesar campos en carros y camellos; el
desafuero llevó a muchos animales a la muerte extenuados, a pesar de
que se les valoraba como riqueza y estaban preservados, pero una
norma no escrita toleraba a urbanitas que golpeaban o desatendían a
las bestias con una mezcla de ignorancia y maldad, que suelen ir
juntas.
Hicimos noche. La corrupción sistémica
del reino barghawatí se manifestó; apareció el ejército para
montar casetas lujosas a los más señalados, por cierto hasta con
agua provisional y pozos ciegos, rigurosamente prohibidos y
rebosantes al rato de inmudicia; los mandos militares permanecieron
como convidados de lujo toda la noche. El espectáculo al amanecer
era como la estela de basura que dejábamos por parajes que no podían
ser pisados por persona privada alguna, tal era su protección. En
los taludes, vasos vacíos tapaban mortalmente nidos de abejarucos.
Una llamada oportuna permitía moverse casi por cualquier sitio; una
invitación saldaba el favor, cualquier camino era posible
dependiendo del nivel del otorgante, incluido el extremo de pernoctar
donde criaban los pequeños elefantes señeros de la zona y
destinatarios de las ayudas internacionales.
Era repugnante ver al más bajo de los
cargos públicos inventar actos para garantizarse una asistencia
subvencionada, sin contar la prohición expresa de que como tales
asistieran a actos religiosos, teórico avance de la legislación
autóctona. El propio Ministro alardeaba de fe y de un cumplimiento
de las normas que sólo rezaba en sus informes falseados para
adecuarse a ellas, visto el desastre insostenible. La guardería era
comparsa del espectáculo, y consciente, guardo alguna foto
comprometedora. Ver arrancada una pequeña elefanta de bronce a la
entrada, símbolo de la reserva, describía bien la desolación
consentida.
Medio país paralizado, la prensa
volcada fomentando el paseo del olivo sacro, como visitante me
pareció todo pintoresco y chusco, con un regusto salvaje... que
desaparecía con tanta impostura y galas de lujo, hasta hacerse
absurda como toda creencia analizada desde fuera; cosas de
antropólogo entre barghawatas.
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